El último tercio del siglo XIX asistió al nacimiento
del Impresionismo, un movimiento que supondría una revolución en el modo de
observar la naturaleza y plasmarla en el objeto artístico.
Como
primer referente, se denominó impresionistas a un grupo de artistas organizados
al margen y como alternativa del Salón Oficial, y unidos en una Sociedad
Anónima Cooperativa de la que surgió la primera exposición del grupo en 1874
-en el taller del fotógrafo Nadar- que se repetiría en otras siete ocasiones
con participación variable (1876, 1877, 1879, 1880, 1881, 1882 y 1886).
El estilo impresionista, sistematizado
vagamente en las conversaciones de algunos de sus miembros en el taller de
Gleyre o el café Guerbois, germinó en una pintura de paisaje al aire libre, que
emulaba a Corot y a los paisajistas de
la Escuela de Barbizón. Sin embargo, los nuevos pintores abandonaban la
retórica de lo sublime y lo sentimental, despojando a sus obras del misterio y
la nostalgia de aquéllos en favor de una mirada más objetiva. Para conseguirlo,
prescindían de la luz indirecta, uniforme y constante del taller en busca de
una luz solar directa, más brillante e intensa, más variable y difícil de
plasmar. El plenairismo,
experimentado ya por los pintores de Le Havre (Boudin, Jongkind) estuvo
favorecido por la difusión de las pinturas en tubos de estaño desde mediados de
siglo; su utilización propició el trabajo rápido a través de amplias
pinceladas, consistencia pastosa y factura alla
prima.
Este
hecho hace del Impresionismo un estilo colorista, tendente al uso de colores
vivos y puros. La paleta impresionista se benefició de los colores sintéticos
inventados a mediados de siglo, que fueron aplicados en su nueva concepción de
la luz. Los impresionistas conocían las teorías ópticas de
Eugène Chevreul sobre la descomposición de los colores, la yuxtaposición de
complementarios y su combinación en la retina. De forma empírica, les preocupó la representación de los efectos
lumínicos en el tiempo sobre un mismo objeto, hasta tal punto que sus temas,
escenas de naturaleza y cotidianas, solían ser aisladas de la realidad para
resaltar exclusivamente sus cualidades plásticas.
Dada la
escasa regularidad de las ordenaciones que se han elaborado sobre los artistas
impresionistas, podríamos establecer una clasificación que reconocería tres
grupos:
a)
Una primera
generación de artistas nacidos en torno a la década de 1830, que en algunos
momentos participaron del impresionismo, pero sobre todo de una admiración
notable hacia el padre del mismo, Edouard Manet: Degas, Renoir, Bazille y
Cezanne.
b)
Los impresionistas
genuinos, que se mantuvieron fieles al estilo durante toda su producción:
Claude Monet, Camille Pisarro, Alfred Sysley y Berthe Morisot.
c)
Una segunda
generación, que agrupa a artistas nacidos en torno a 1850, defensores de
los postulados postimpresionistas: Seurat, Signac, Gauguin, Van Gogh y
Toulouse-Lautrec y que anticipan, en muchos casos, el arte de las vanguardias.
Aunque el
impresionismo es un movimiento fundamentalmente pictórico ejerció en las
décadas finales del s. XIX una gran influencia en la literatura, la música y la
escultura. Esta última asistió
también a una profunda renovación que, desde la realidad, conducía a una nueva
visión sugerente y fugaz de las cosas. Medardo Rosso, Edgar Degas, y sobre todo,
Auguste Rodin, abundan en la construcción de esta nueva escultura sugestiva, de
formas inacabadas o concebidas como una realidad fragmentada.
La
influencia del impresionismo se extendió también por otros países occidentales,
al tiempo que París se convertía en capital artística del mundo. En España, la asunción del impresionismo
se realizó por una doble vía. La primera, el interés que en alguno de estos
pintores –es especial Edouard Manet-
despertaron Goya, Velázquez o el Greco; la segunda, los viajes a Francia
que se tradujeron en la importación del plenairismo
y el interés por el paisaje de pintores como Aureliano Beruete o Darío de
Regoyos, y el tratamiento luminista de la luz de Joaquín Sorolla.
EL POSTIMPRESIONISMO.
Pisarro
fue consciente de que dicha renovación podía pasar por la nueva técnica
pictórica aplicada por Georges Seurat y consistente en reemplazar la mezcla de
pigmentos por la mezcla óptica, descomponiendo los tonos en sus elementos
constitutivos. En lugar de la pincelada fortuita y variable se utilizaba una
aplicación uniforme de la pintura por puntos (de ahí el término puntillismo). En lugar de mezclar los
colores sobre la paleta, aparecían yuxtapuestos sobre la tela (de ahí el
término divisionismo). En 1886 el
crítico Félix Fénéon acuñó el término neoimpresionismo,
que llevaba implícita la idea de reforma del estilo anterior. El también pintor
Paul Signac lo definía así: “la técnica de los impresionistas es
instintiva e instantánea, la de los
neoimpresionistas es deliberada y constante”.
Sin
embargo, esta conciencia de crisis no se limitó únicamente a una renovación
técnica, sino también conceptual de la pintura. Quizá en este sentido el
artista más destacado sea Paul Cezanne,
quien se consagró a resolver los innumerables problemas artísticos que su época
planteaba. Pretendió “llevar el impresionismo a los museos”, es decir, hacerlo
estructurado y sólido, sacándolo de la retórica monótona a la que había
llegado. Por su parte, Vincent Van Gogh
concibe la pintura como una búsqueda desesperada de la luz y de la expresión
emocional. Eligió la soledad de Arlés para llevar a cabo la mayor parte de su
obra, constantemente interrumpida por crisis espirituales y mentales. Por
primera vez emplea la pincelada para
expresar la subjetividad y la agitación interior. Su amigo Paul Gauguin de carácter muy
distinto, fue un autodidacta convencido de que el arte estaba en peligro de
volverse rutinario porque había perdido la intensidad y espontaneidad. Buscando
soluciones a estas propuestas viajó a Bretaña y a Tahití, donde realizó un arte
exótico y primitivo, de contornos simplificados y compuesto por grandes manchas
de color de tonos fuertes y planos.
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