La imagen que comento a
continuación es una representación escultórica exenta o de bulto redondo, tallada en mármol. En realidad es copia
romana sobre un original griego realizado en bronce a la cera perdida. Por sus rasgos formales es característica de
la estatuaria griega de la época clásica, que se desarrolla entre los siglos V
y IV aC.
Se trata de una obra abierta y
dinámica, concebida todavía para ser vista de frente aunque con una multiplicidad de planos, como
corresponde al tema representado, que rompen de esta forma con la rigidez que había dominado durante toda la época arcaica. La imagen nos muestra un
atleta en plena competición, en el instante previo a iniciar el giro para
lanzar el disco que porta en su mano derecha. El artista ha sabido plasmar con
enorme precisión un tiempo sintético, congelado, en el que pasado y futuro confluyen en
una secuencia simétrica llamada rythmos,
plena de armonía y equilibrio en relación con una visión pitagórica
(matemática) del arte. De hecho, la composición es plenamente geométrica y fruto
de un concienzudo estudio. Dos grandes arcos de círculo –el que forman los
brazos y el que va desde la cabeza hasta la rodilla derecha- se entrecruzan en el
centro. Además, un zig-zag ascendente parece fijar el círculo en un equilibrio
inestable de gran dinamismo, como corrobora la posición de los pies, que nos
invita a girar con la escultura y acentúa su tridimensionalidad.
La representación del atleta
deriva de los antiguos Kuroi de época
arcaica y es paradigma del ideal de belleza griego expresado en el cuerpo
masculino desnudo y en la plasmación de la anatomía perfecta que se confirmará
durante el clasicismo pleno. “El hombre es la medida de todas las cosas” –había
proclamado el sofista Protágoras- y la principal referencia del arte. El modo de expresarlo será a través de un
naturalismo idealizado en consonancia con los ideales platónicos de medida y
proporción.
La imagen que comentamos es concretamente
una reproducción tardía –conservada en el Museo nacional romano- del célebre Discóbolo de Mirón, vaciado en bronce
hacia -450. Este escultor es considerado un puente entre la estatuaria severa y
el clasicismo pleno, y junto a Policleto y Fidias la culminación de la
escultura griega del siglo V aC. Ésta es, sin lugar a dudas, la principal de
sus obras y tan original que explicaría la falta de discípulos posteriores.
Se desconoce el propósito de la
escultura, quizá para honrar a un atleta en una calle o plaza pública de Atenas,
o tal vez pudo formar parte de la serie de figuras de vencedores del pentatlón
para el santuario de Delfos, de la que nos habla Plinio. Sea como fuere, el
Discóbolo es una obra única en el mundo clásico por su dinamismo y
originalidad, y por ello fue muy admirada y comentada en la Antigüedad. Fruto
de esta admiración es la gran cantidad de copias romanas que se conservan. Desde
entonces se ha insistido en el contraste entre la acción del cuerpo y la
inexpresividad del rostro, que algunos autores remiten a una reminiscencia del
periodo severo y para otros es sólo el deseo de prescindir de lo anecdótico con
el fin de centrar la atención del espectador en el dinamismo corporal.
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