Doménicos Theotocópulos, apodado El Greco,
por su origen cretense es sin duda la figura capital de la pintura española del
siglo XVI.
Hasta llegar a nuestro país, se inició como
pintor de iconos en su Grecia natal, impregnando su obra de un sentido ritual y
simbólico que le acompañaría toda su vida. Posteriormente se trasladó hasta
Italia para aprender las técnicas renacentistas, siguiendo un camino habitual
entre los pintores griegos, que luego solían volver a su país. En 1567 se
establece en Venecia, quizá como discípulo de Tiziano, aunque su pintura se
aproxime más a la de Tintoretto en el uso de la gama cromática y el claroscuro.
Allí aprende a utilizar una pincelada suelta y libre, su paleta cambia hacia los
tonos fríos y sus composiciones se vuelven más complejas gracias al uso
sistemático de la perspectiva. En 1570 abandona Venecia para marchar a Roma,
pasando probablemente por otras ciudades italianas como Florencia, Siena y Parma;
en ésta última queda prendado de la delicadeza y estilización de las figuras de
Correggio y Parmigianino que asumirá como propias. En Roma ingresa en el
círculo de artistas del cardenal Alejandro Farnesio, encargados de mantener la “ortodoxia”
miguelangelesca. Su oposición a esa actitud le granjea la enemistad con otros
artistas del círculo, como Vasari o Pietro Ligorio, y finalmente del propio
cardenal. En 1572 se establece con taller propio hasta 1576, fecha en la que se
traslada a España.
Su venida a España debió de estar determinada
por varias circunstancias: la enemistad con sus colegas romanos, la epidemia de
peste declarada en Roma un año antes y la posibilidad de trabajar como pintor de
corte en el emergente monasterio de San Lorenzo del Escorial. De hecho, entre
1580 y 1582, preparó para el monasterio un lienzo sobre El Martirio de San Mauricio
que no llegó nunca a colocarse quizá por su tono profundamente manierista que
difería bastante de los criterios del soberano respecto de cómo debía ser la
pintura religiosa. Desde entonces, el cretense quedará marginado de la corte,
estableciéndose definitivamente en Toledo hasta su muerte. Aunque ya no era la
capital del Imperio, Toledo seguía siendo una ciudad económicamente próspera,
con una poderosa comunidad eclesiástica y sin demasiada competencia
profesional. Además, su presencia en la ciudad estaba avalada por D. Pedro
Chacón y D. Diego de Castilla, canónigo y deán de la catedral toledana
respectivamente, con quienes había establecido contacto directa o
indirectamente en Italia.
En sus primeros años toledanos utiliza
todavía modelos de inspiración italiana, como en el Retablo de Sto. Domingo el Antiguo y El Expolio de Cristo. Esta primera etapa toledana culmina en El Entierro del conde de Orgaz (1586-88),
que pintó para la iglesia de Santo Tomé. El cuadro manifiesta una experiencia
mística en la que se funden la idealidad celestial con el realismo de lo
terreno. Durante este periodo su obra se mueve aún dentro del gusto del
manierismo veneciano, pero exagerando su efectismo, tal vez para impresionar a
su nueva clientela con un toque de modernidad desconocido en esos ambientes. A
partir de este momento y gracias a la fama que le granjea el citado cuadro, su
estilo se va haciendo cada vez más personal. Sus pinturas se van desmaterializando
mediante una pincelada cada vez más suelta, se acentúan las deformaciones de
las figuras y las formas adquieren a veces rasgos fantasmagóricos reforzados
por el empleo de tonalidades grisáceas. Sin abandonar la espiritualidad
manierista, podríamos decir que retorna a propuestas que recuerdan su
aprendizaje bizantino. Obras destacadas de este segundo periodo serían por
ejemplo la Vista de Toledo (1608), Laocoonte y sus hijos (1610) o La Adoración de los pastores (1612).
Aislado y bastante incomprendido en su época,
El Greco gozó de bastante crédito entre algunos pintores españoles del siglo
XVII como Velázquez. Sin embargo, no fue hasta el XIX que fue redescubierto por
Manet y los pintores impresionistas. A principios del siglo XX, los movimientos
expresionistas vieron en él, en su uso del color y las formas al servicio de la
idea, un precedente incuestionable.
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