Al igual que en el resto de las artes, el principal objetivo de la pintura renacentista fue la consecución de la belleza, entendida ésta como representación de la realidad, siguiendo los principios humanísticos de racionalidad y equilibrios compositivos, en virtud de los cuales se percibe el placer estético y del intelecto.
El nuevo arte pictórico tenía un claro precedente en la figura de Giotto di Bondone. En realidad Masaccio, el gran renovador de la pintura, siempre sintió admiración por aquél, y "De Pintura", el tratado pictórico de Alberti, no hacía sino recoger buena parte de sus preceptos.
Según el mencionado texto la buena pintura debía responder a tres principios: la circunscripción (como dibujar las figuras), la composición (como disponerlas en el espacio) y la recepción (como colorearlas), a través de los cuales se pretende contar historias humanas y alcanzar una belleza intelectualizada, que tiene en la perspectiva su principal elemento. El tratamiento de los escenarios (con proliferación de las arquitecturas clásicas) y del paisaje, la búsqueda de la monumentalidad y el sentido escultórico de las imágenes -desnudas o vestidas, en movimiento o en reposo- son los recursos pictóricos para evocar lo antiguo, toda vez que aquí resulta imposible la imitación de los modelos clásicos al no existir ejemplos de época.
Para conseguirlo los pintores gustan del soporte mural o sobre tabla, de la técnica del temple -con colores disueltos en agua con huevo o cola- (el óleo se empleará a partir del siglo XVI especialmente en Venecia) y una temática variada: religiosa, mitológica o profana.
La evolución de la pintura hacia una subjetivación de los principios renacentistas sirvió de base para la aparición de algunos de los grandes genios de la pintura de todos los tiempos, como Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Rafael, Tiziano o el Greco.
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