La presencia del arte renacentista fuera de Italia comienza a concretarse a finales del siglo XV, como
consecuencia del nuevo orden político (monarquías autoritarias) y económico
(descubrimientos) iniciado en el continente europeo, que garantizaba mayor
prosperidad y estabilidad social. Italia se convierte en el modelo a imitar por
los reyes y aristócratas, ya sea por la difusión del ideario humanista o como
forma de superar los modelos góticos, considerados ya como el fruto artístico
de una época pasada. Dos serán las vías de expansión del arte y la arquitectura
italianos hacia el continente: el viaje a Italia, que se convierte en habitual
entre los grandes artistas o los que quieren llegar a serlo, por ejemplo Pedro Machuca;
o la presencia de artistas transalpinos en los diferentes países europeos, como
es el caso de Jacobo Florentino –discípulo de Miguel Ángel-, en nuestro país. En
España, el contacto adquiere además rasgos singulares debido a su especial
situación social, económica y política, y a su carácter profundamente religioso
y a sus particularismos.
En
arquitectura, los primeros rasgos italianizantes proceden en su mayoría de la
zona lombarda, afectan esencialmente a los programas decorativos y se concretan
en el estilo Plateresco (o protorrenacentista),
llamado así por la finísima labor ornamental con que se trabaja la piedra,
propia de la trabajo sobre plata. Se recupera el uso de elementos clásicos como
columnas, pilastras o arcos de medio punto, pero son las decoraciones esculpidas
de grutescos (mezcla de elementos
vegetales, mitológicos, fantásticos, etc., encontrados en las estancias: “grutas”,
de la Domus Aurea de Nerón) las que suelen definir el estilo. Los arquitectos
hispanos aprenden el nuevo vocabulario “in situ”, caso del segoviano Lorenzo
Vázquez, arquitecto de la poderosa familia Mendoza, quien realiza obras como la
fachada del Colegio de Santa Cruz en Valladolid (hacia 1488), el palacio de
Cogolludo (Guadalajara, h. 1492) o el castillo de La Calahorra (Granada, h.
1506-1512), o de italianos que desarrollan su labor en nuestro país, como los
ligures Pantaleone Cachari o Michele Carlone que lo sustituyen en el castillo
granadino , o los hermanos toscanos Francesco y Jacopo Torni (conocidos con el
sobrenombre de Florentín o Florentino) a
quienes se atribuye el cuerpo inferior de la torre de la catedral de Murcia e
intervenciones en la Capilla Real de Granada
y el Monasterio de San Jerónimo de dicha ciudad respectivamente. El
Plateresco hizo fortuna rápidamente y caracterizó buena parte de la
arquitectura española de la primera mitad del XVI en edificios de uso civil
como el Ayuntamiento de Sevilla, de Diego de Riaño; el hospital de Santa Cruz de Toledo, de
Alonso de Covarrubias; la fachada de la Universidad de Salamanca o el patio de
la Casa de San Isidro en Madrid; o religioso, caso de las fachadas del colegio
de San Esteban en Salamanca o de la catedral nueva de Plasencia, obras ambas de
Juan de Álava. A este mismo arquitecto se atribuye también uno de los proyectos
originales de la Capilla Real de Sevilla, modificado con posterioridad por
Covarrubias y ejecutado todavía con formas platerescas por Hernán Ruiz el Mozo
más allá de la mitad del siglo.
Un segundo
momento corresponde al denominado Renacimiento puro o clasicismo, que procura
simplificar la carga decorativa y atiende a aspectos más propiamente
arquitectónicos como el volumen, la proporción o las estructuras. Las decoraciones
esculpidas aumentan de volumen pero se concentran en lugares preferentes del
edificio, valorando así mismo los espacios lisos. El nuevo estilo llega de la
mano del “italiano” –por haber aprendido en Italia- Pedro Machuca artífice del palacio de Carlos V
en Granada (iniciado en 1528), considerado como una de las obras cumbres del
estilo en nuestro país, y se extiende a través de la obra de autores como Diego
de Siloé, quien proyecta la catedral de Granada y a quien se atribuye su
participación en las de Almería, Guadix y Málaga; Rodrigo Gil de Hontañón, autor de la fachada
de la universidad de Alcalá de Henares; Alonso de Covarrubias, del patio del
Hospital Tavera en Toledo; o Martín de Gainza del sevillano Hospital de las
Cinco Llagas, en un curioso proceso de reinterpretación de lo antiguo que la
historiografía tradicional ha convenido en denominar Purismo.
Finalmente,
el Manierismo adquiere presencia a
través de una doble vía: la difusión de la tratadística, que tiene en España su
imitación en la obra de Diego de Sagredo Medidas de lo romano (1526) y la
proliferación de artistas excepcionales como el alcaraceño Andrés de
Vandelvira, quien juega de manera personalísima con las formas clásicas en
obras como la iglesia del Salvador de Úbeda, la sacristía de la catedral de
Jaén o la Torre del Tardón en su localidad natal y Juan de Herrera, principal
artífice del Monasterio del Escorial, paradigma del universo manierista y de la
ideología contrarreformista en versión patria, y a quien debemos también
interesantes obras como la inconclusa catedral de Valladolid o el edificio de
la Casa Lonja de Mercaderes de Sevilla (actual Archivo General de Indias). Su
obra, plena de sencillez y desnudez ornamental, pero al tiempo robusta e
imponente expresaba magníficamente los ideales del Concilio de Trento y de la
mentalidad española de la época y dio lugar a un estilo, el herreriano, de enorme influencia
durante el barroco español.
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